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Prólogo

13 de abril, año 23884 a.C.

         Era una mañana brumosa y húmeda. Eva se escurrió de la cueva con mucho sigilo, se arropó con una piel de búfalo y se escondió entre las sombras para seguir de cerca la expedición de caza. Las hojas de los árboles aguantaban miles de gotas que le caían en el pelo o en la piel expuesta, pero llevaba tantos años fantaseando con la idea de averiguar qué sucedía durante las horas en lasque su padre y hermanos desaparecían de la cueva que les servía de hogar que no le importaba ni elfrío ni las incomodidades. Durante cerca de una hora Eva caminó escondida entre los árboles, observando de cerca cada movimiento de los hombres. Se sentía dichosa y plena, como si acabara de culminar los sueños de una vida.
       Su padre levantó la jabalina sobre la cabeza con un movimiento suave para no asustar al bisonte que avanzaba tranquilo por el bosque. Eva pudo ver con absoluta nitidez todos los tendones del brazo de su padre tensarse, como si el brazo acabara de crear unas ramas fibrosas en toda su extensión. Cuando la lanzó, Eva escuchó el sonido de la fricción de la lanza contra el viento: era como un silbido que rasgaba la distancia hasta que se clavó en el vientre del bisonte. Fue en ese instante en el que la niebla se tornó espesa, como si acabara de condensarse en una nube opaca y la privara de la visión.  
        Durante un eterno minuto Eva intentó localizar el rastro de su padre y hermanos. Escuchaba sus murmullos a unos metros a la derecha, en la dirección donde abatieron al bisonte, pero no los podía ver. Fue presa del pánico, de un pánico irracional. El sudor se destapó de los poros y resbaló impertérrito por la piel. Tenía frío. Estaban a mitades de abril y la temperatura no era agradable sin la presencia del sol. El sudor fue enfriándose como las esperanzas de Eva, y cuando el cielo inició su lloro, ella se sumó al llanto con jadeos descontrolados.
         Se sentó apoyada en el tronco de un árbol y se abrazó con las manos las rodillas levantadas contra la barbilla mientras gritaba el nombre de su padre y de sus hermanos. Nadie fue a su encuentro, pues nadie se encontraba cerca; tardó demasiado en pronunciar las palabras que se ahogaban en las cuerdas vocales.
         Eva empezó a temblar. Jadeaba al ritmo frenético de los latidos cardíacos, como si sacar por la boca el miedo fuera a aniquilarlo. Gritó una y otra vez los nombres, con un lamento convulsivo, como el de un animal asustado, y, al fin, tras treinta minutos de tembleques, gritos y angustia, escondió la cabeza entre las rodillas y lloró sin mesura. 
         Las nubes se deshincharon durante dos horas en las que Eva apenas se movió. Cada vez que levantaba la mirada se descubría envuelta por la misma niebla opaca que no le dejaba distinguir dónde estaba. Los sonidos del bosque, que durante toda su infancia aprendió a entender, la sumieron en un estado de angustia, porque de repente sus orejas se cerraron a escucharlos con atención y empezaron a crear unos nuevos. Fueron las dos horas más horribles que a Eva le tocarían vivir.
         Una barra de luz vertical se coló por el follaje e iluminó las diminutas gotas de agua condensadas en la niebla que empezaba a disiparse empujada por una fuerte corriente de aire. Eva se levantó del suelo todavía atacada por el pánico, sentía cómo la adrenalina que acababa de surcar por su organismo se concentraba en el cerebro para reiniciarlo, porque durante las dos horas anteriores se colapsó.
         Caminó empujada por un viento huracanado. Su larga melena negra se aplastaba contra el lado derecho, al igual que la piel de la cara y su ropaje. La intensidad de la ventisca aumentaba por segundos, necesitaba encontrar algún resguardo para protegerse del ciclón. En sus trece años de vida Eva pasó por varios episodios parecidos, tras la tormenta el viento se envolvía en un torbellino y asolaba todo lo que encontraba a su paso. Barrió con la mirada el lugar, el afán de supervivencia empezó a desterrar el miedo.
         Estaba en un bosque en mitad de las montañas, en algún lugar debía encontrar el cobijo de una cueva. Se desplazó hacia el sur con mucha dificultad, el viento empezaba a ensortijarse y cada vez era más difícil dar un paso sin que la vapuleara. A unos cien metros podía ver la parte rocosa donde se diseminaban las cuevas que los humanos utilizaban para vivir. Ella no conocía aquella zona, estaba a una hora a pie de su hogar y su madre jamás la dejaría alejarse tanto, así que no sabía si las cuevas estaban habitadas.
         Su única esperanza de salvación era llegar a la cueva antes que el huracán se desatara en su plenitud. Desafió el viento con pasos largos y poderosos que lograron eludir las embestidas y se deslizó zozobrando al interior de la primera abertura que encontró. Resolló un par de veces con las manos apoyadas en los muslos antes de sentarse a recuperar la respiración. Sus dos pupilas negras miraron en derredor para ubicarse. Era una cueva que parecía profunda. No era muy alta, por lo que necesitó bajar un poco la cabeza para recorrer el pasadizo que se internaba en las entrañas de la montaña. Como el huracán tardaría unas horas en alejarse, decidió investigar.
         Anduvo a tientas unos doscientos metros por el túnel hasta llegar a una sala enorme que recibía luz natural a través de unos orificios que se erosionaban en el techo. La distancia con el suelo de la montaña no debía ser demasiado pronunciada, pues lo agujeros no eran muy profundos. El aire estaba viciado con un olor a humedad mezclado con un aroma mineral. Por un lado discurría un riachuelo subterráneo que proveía de agua a la laguna que se extendía ante su mirada. Nunca se encontró con una laguna tan extraña. ¿Cómo podía aparecer en medio de un rombo tan perfecto? Por un lado las dos paredes verticales del fondo de la sala formaban la mitad de la figura; por otro, el suelo donde se empotraba la charca dibujaba la otra mitad de aquel rombo y se unía a las paredes con trazos rectos y precisos. Eva se fijó en otra extrañeza: en cada uno de los cuatro ángulos brillaba una piedra rojiza.
         Parecía como si las piedras la llamaran. Eva se acercó despacio a la laguna, con un nudo en el estómago, como si algo la estrujara por dentro y la impidiera respirar con normalidad. Cuando sus manos recorrieron la primera gema, se anuló su voluntad. Eva sintió enseguida las cosquillas que penetraban a través de la epidermis y se mezclaban con su torrente sanguíneo. Un calor eléctrico se extendió por las venas a una velocidad vertiginosa. Cuando llegó al cerebro fue como si una descarga acabara de enchufar las neuronas al halo misterioso que destilaba aquella cueva, y Eva se dejó hechizar por unos salmos que brotaban del mismo centro de la laguna.
         Se adentró en la alberca en un estado místico, hasta situarse justo en el centro. Sus pies se hundieron en el agua hasta los tobillos. Los salmos continuaban manando del lugar como un manantial de palabras bisílabas con escasez de vocales y la envolvían en el primer trance de su vida. Cuando de los rubíes piramidales que decoraban cada ángulo salieron unos rayos lineales que los unieron, el tiempo se detuvo.
Eva se quedó de pie, con las manos levantadas sobre su cabeza, mientras recibía el poder que marcaría a su estirpe.

Primera Parte
Apophis


Capítulo 1


27-28 de octubre de 2035
Calella de Palafrugell

    Ángela leyó las profecías de su madre hasta que los primeros rayos solares empezaron a trepar por el horizonte. Cada palabra la convencía más de que sus peores pesadillas estaban a punto de hacerse realidad; sabía que llegaba el momento de mirar a la cara a todas las dudas y los recelos que la habían mantenido alejada de esa realidad durante demasiado tiempo, pero no se sentía preparada para afrontarlo.
El asesinato de su padrastro Mick y de su madre se cometió dos días atrás. Ella fue quien encontró los cuerpos sin vida acostados en la cama de matrimonio, con una sonrisa en los labios, abrazados, muertos a la vez. Enfrentarse a aquella pesadilla que la perseguía desde la infancia la dejó sin aliento. Siempre se iniciaba con Mick y su madre de ancianos abrazándose en su roca de Calella de Palafrugell, frente a la casa de veraneo de la familia. En las imágenes, Marta recorría la distancia desde las rocas hasta la casa con un marcado dolor en las articulaciones, y recuperaba los ajados documentos del escondrijo. Mick la esperaba de pie en la calle adoquinada con maleta preparada para emprender el viaje de retorno a Barcelona donde verían a Ángela. La muerte los acechaba. No los dejaría en paz. Al llegar a la librería familiar se acercaron a su hija con un brillo especial en los ojos y le dieron los documentos sin pronunciar palabra, y Ángela entendió que era el momento del relevo. Se quedó unos minutos hojeando las profecías, hasta que el estallido de las balas la obligó a subir al piso de arriba, a la vivienda familiar, para enfrentarse con la imagen final.
Se levantó despacio, sacudiéndose la pena y la apatía que arrastraba, y se quedó unos segundos mirando el cielo rojizo que empezaba a teñir la oscuridad de la noche. Acarició el libro de su madre, el legado que se negó a recibir cuando Marta vivía, y suspiró, con un suspiro largo y profundo que ahondaba en las verdades que debía pensar.
Marta se había sentado en esa misma roca de Calella treinta y un años atrás para llorar la pérdida de sus padres asesinados a manos de su marido, Ángel Ponsard, un hombre joven como ella en aquella época que se atrevió a secuestrar a su propia hija para perpetrar sus delirios. Y lo cierto era que Ángela jamás aceptó su papel en todo el plan macabro de su padre, por eso se despertaba en mitad de la noche atormentada por la culpa, deseando acabar con una vida cargada de reproches y penas.
La muerte de su padre la acercó a Mick, el hombre que se casó con su madre y la adoptó, regalándole el apellido Harris. Renunciar al pasado le pareció la mejor solución para afrontar lo sucedido; desterrar a los Ponsard de su vida y de su nombre fue un alivio para una niña traumatizada como ella.
Ángela se alejó de las rocas; dejó atrás la suave y ondulante superficie del mar, andando con dificultad por las rocas, parecía como si la gravedad se hubiera tornado densa y le impidiera recorrer con soltura la distancia hacia las escaleras con soltura. Se agarró a la pared para subir hasta la casa, con la terrible visión de los pasos de su madre dos días atrás, cuando sabía que se acercaba la hora de su muerte y necesitaba rescatar las profecías para pasarle el testigo.
Cuatro lágrimas rebeldes se deslizaron por sus mejillas hasta humedecer unos labios agrietados que no paraban de moverse al ritmo de los tembleques que la invadían lentamente. Abrió la puerta con la sensación de estar a punto de iniciar algo de lo que algún día se arrepentiría y avanzó hasta el salón sin dejar de sollozar.
—¿Dónde te has metido?
Agustí, en ese momento, se sentaba en el sofá con la mirada fija en el balcón cerrado.
—Estaba en la roca.
En los treinta años transcurridos desde la muerte de su padre su carácter había sufrido cambios inevitables. Aquel muchacho disperso, con dificultad para los estudios y una curiosidad innata que lo impulsaba a correr aventuras para descubrir los secretos de la gente, se convirtió en un reputado ingeniero. Era el responsable de la creación de los nuevos motores a reacción impulsados por combustible mineral. Agustí inventó una máquina capaz de convertir las piedras en una substancia líquida que producía energía al introducirla en una especie de catalizador. Así, el mundo de la mecánica encontró una energía alternativa de la mano de un científico español. Era un hombre felizmente casado con Ingrid Stein, una física sueca con un alto coeficiente intelectual que le aportó unas cuantas ideas para desarrollar el primer modelo de su invento y siguió a su lado en todo momento.
Ángela se sentó al lado de su hermano y escrutó su rostro descompuesto. Agustí estaba muy unido a Marta y a Mick, más de lo que él mismo se atrevía a aceptar, y era incapaz de encajar la desaparición de ambos con dignidad. Llevaba dos días con unas ojeras que casi tocaban el suelo y un humor agriado que hería constantemente a su familia, como si gritar y enfadarse con los demás pudiera devolverles la vida a sus progenitores.
Permanecieron los dos en silencio, como si las palabras fueran un sacrilegio a la memoria de sus seres queridos y pronunciarlas equivaliera a emborronar su memoria. Ángela no dejaba de llorar desconsolada, en ese instante Agustí aguantaba su pena con el ceño fruncido, la mandíbula apretada y los ojos fijos en la ventana mientras pasaba el brazo por el hombro de su hermana y le daba una palmadita de aliento.
Un cuarto de hora más tarde, cuando el sol poblaba una franja más alejada del horizonte, Ángel apareció por la puerta con rastros de sueño en la cara. El mayor de los tres hermanos era un hombre alto y espigado, los rizos dorados que le legó su padre los llevaba siempre sujetos en una cola y su mirada de ojos verdes refulgía en su equilibrada manera de ver la vida.
—¿Qué hacéis aquí? –dijo Ángel cuando se acercó—. Creía que quedamos en intentar dormir, tenemos un día muy largo por delante.
Ángel también conservaba el vívido recuerdo del secuestro de Ángela, de cómo su padre la utilizó para enardecer la naturaleza y de los sentimientos encontrados a los que se enfrentó entonces, cuando era demasiado inmaduro para ayudar a su madre de una manera contundente; la prueba estaba en que aceptó formar parte de Los Visionarios del Tercer Milenio, una organización terrorista con ideas apocalípticas liderada por su padre, durante un par de años antes del asesinato de sus abuelos. ¡Y fue su propio padre quien los lanzó por la barandilla! La odisea a la que se enfrentó su familia en el transcurso del año siguiente cambió la visión de la vida que Ángel tenía y lo obligó a madurar a marchas forzadas.
Tras el duelo entre sus padres Marta pasó unos días en prisión acusada del asesinato de Ángel Ponsard, hasta que se demostró que actuó en legítima defensa. Luego la familia se enfrentó durante meses al acoso de la prensa y a los titulares que clamaban a gritos la vinculación de su padre con la organización terrorista Al Qaeda.
Pasar por ese infierno fue el detonante para que Ángel abandonara la carrera de farmacia y dedicara su energía a estudiar medicina, convirtiéndose en un médico de cabecera con una sensibilidad especial por sus pacientes. En su fuero interno sentía como si sanando a los demás purgara la culpa de que su hermana fuera la causante de tantas muertes.
—No podía conciliar el sueño —le contestó Agustí de mala gana—. Llevo demasiadas horas esperando a que Ángela empiece a hablar de una vez, porque al fin y al cabo fue ella la que dejó que mataran a mamá y a Mick.
—¡Yo no dejé que los mataran! —gritó Ángela poniéndose en pie.
—¡Tú eres la que tiene premoniciones! —Agustí levantó el dedo índice en un gesto amenazante. Ángela se dejó caer en el sofá y ocultó la cara entre sus manos—. Mamá te dio sus escritos unos minutos antes de subir a casa y ser asesinada. ¿Vas a decirme que no sabías nada? No insultes mi inteligencia.
—De algún modo yo lo sabía… ¡Está bien! Yo sabía lo que pasaría a continuación —admitió con un hilo de voz—. Llevo años con un sueño recurrente sobre el suceso, pero cuando mamá apareció en la librería con sus profecías me quedé petrificada. No sé exactamente qué me pasó, fue como si mi cuerpo y mi mente fueran entes separados que no se conectaban entre sí.
—¡Deberías haberlos seguido! —Ángel se sentó en el sillón adyacente. No hablaba con tanto resentimiento, pero se lo notaba alterado—. ¡Se lo debías a mamá y a Mick! ¡Ellos te salvaron! ¡Siempre han velado por ti y por tu hijo!
—¡No podía seguirlos! —las lágrimas saltaron de sus ojos con fiereza—. Mamá me lo advirtió en infinidad de ocasiones de manera contundente. ¡Ella sabía lo que pasaría! ¡Y lo aceptó! Nosotros deberíamos hacer lo mismo.
—Y no subiste hasta que fue demasiado tarde… —Agustí la taladró con la mirada.
—Sólo tardé unos minutos, el tiempo necesario para serenarme. Justo cuando el ascensor empezaba a subir escuché los dos tiros. ¡Ese cabrón! Se escapó escaleras abajo y no le pude identificar —Sollozó—. Lo siento, lo siento…
La mirada de Ángela se enturbió de repente con una bruma opaca que precedía a sus desmayos. No tardó en sentir cómo su consciencia se alejaba poco a poco de Calella para llevarla a un lugar etéreo donde la voz de su madre la guió entre la nada.
—Ángela, inicia tu ciclo, no tengas miedo —las palabras de su madre, las mismas que oyó la noche anterior junto al mar, le llegaban en medio de una especie de duermevela—. Ha llegado la hora de pasar el ritual. Despierta a tus poderes dormidos.
Se despertó horas más tarde en su cama, la misma de la que su padre la secuestró treinta y un años atrás, cuando todavía era una niña inocente, sin ostentar un poder capaz de enfurecer a la naturaleza. Cuando regresó con su familia a Barcelona, tras presenciar cómo su madre mataba a su padre poseída por el espíritu de todos cuantos ella había ayudado a matar, empezó a luchar contra la locura y su vida se convirtió en un pozo negro lleno de angustias y amarguras.
La habitación de Mick estaba toda patas arriba, como siempre su hijo prefería pasar las horas frente a la pantalla del ordenador que hacer la cama o guardar la ropa que tiraba al suelo al sacársela por la noche. Ángela se paró unos instantes en el umbral para mirarlo. Él era sin duda el gran logro de su vida y, a pesar del riesgo inherente a la decisión de tenerlo y al miedo de que cuando supiera la verdad pudiera perderlo, lo amaba más que a nada en este mundo.
Caminó silenciosa hasta su hijo de doce años y le acarició los cabellos que caían sueltos hasta fundirse con los hombros. La mayoría de muchachos se pelearían por una melena como la de Mick, ese era el peinado de moda entre los adolescentes que poblaban la acera con pantalones pitillo hasta los tobillos, botines de media caña de cuero marrón y camisetas ceñidas con el mensaje más in de la época: «Soy adolescente, cuidado conmigo». Hacía un par de años que una agencia publicitaria lanzó al mercado ese eslogan ligado al nuevo producto que deseaban comercializar: el ElecBook, un libro electrónico que ofrecía unas prestaciones muy novedosas: conseguía canalizar las sensaciones del lector a través de unas ondas electromagnéticas que traspasaba a la pantalla y creaba unos gráficos de colores según su estado de ánimo. La intención inicial de la campaña fue captar la atención del público adolescente con las camisetas que se regalaban junto al aparato y las vallas publicitarias donde los gráficos de colores eran el reclamo para que los chicos se sintieran rebeldes, distintos y, en definitiva, adolescentes. La realidad fue que creó beneficios alternativos, porque a la larga otros grupos de edad se apuntaron a la moda del ElecBook, la lectura se puso de moda y las camisetas empezaron a comercializarse en los diferentes colores de los gráficos; así, los chicos demostraban su estado anímico según el color que eligieran ese día.
Mick llevaba la camiseta de color negro para demostrar su duelo. Estaba muy unido a Marta y a su abuelo Mick. Había crecido junto a ellos y su madre en la casa familiar situada sobre la librería Noguera, y su abuela substituía a Ángela cuando ésta era presa de uno de sus vahídos repentinos. Ángela era una madre cariñosa, paciente y dulce, pero sus continuos desvanecimientos imposibilitaban que se encargara sola de la crianza de su hijo.
—¡Mamá! —Mick se apartó del teclado y la miró de hito en hito—. Esta vez solo te ha durado una hora. ¡Qué raro!
—Esta vez ha sido diferente.
Ángela se sentó en el borde de la cama y contempló en silencio los rasgos de su hijo antes de lanzarse a decir lo que la quemaba por dentro. ¡Le recordaba tanto a Ángel Ponsard! No quería admitirlo, pero Mick había heredado aquel aire de Adonis que irradiaba su padre biológico. Tenía las mismas cejas frondosas, el mismo cabello, incluso la nariz aguileña asomaba por debajo de los ojos cuyo color difería del original. En contra de todo pronóstico, las pupilas de Mick se tiñeron de verde esmeralda a los seis meses y ya nada alejó ese color de ellas.
—¿Vas a soltarlo o esperarás a que yo lo adivine?
Mick enarcó una ceja en un gesto característico. Con su madre siempre andaba a tientas, los continuos desmayos con los que le obsequiaba le habían parecido terribles de bebé, molestos de niño y preocupantes desde hacía unos meses, cuando la abuela Marta le reveló parte de la historia del secuestro de su madre; además, lo habían obligado a madurar a una velocidad distinta a sus compañeros de clase, porque sabía por Marta el momento exacto en el que tendría que enfrentarse al destino y el papel que iba a jugar en él, y que ese momento estaba a punto de llegar.
Ángela se quedó callada, con las palabras atropelladas en la garganta, sin capacidad de admitir la verdad que la abocaría a un viaje sin retorno para el que no estaba mentalmente preparada. De repente, toda la angustia se transformó en un llanto sonoro e histérico, un llanto que convulsionaba su cuerpo con espasmos desmesurados, como si acabara de poner las manos en un enchufe y la electricidad fluyera por sus venas, se fundiera con el torrente sanguíneo y lanzara las chispas a través de los nervios.
Su hijo, con ademán resignado, la envolvió entre sus brazos para consolarla como a una niña pequeña. Parecía como si el mundo acabara de darse la vuelta y los papeles se invirtieran. La arrulló como a un bebé, la acarició y la meció hasta que se calmó. Entonces se quedaron un buen rato abrazados en silencio, sintiendo el peso de la responsabilidad que acababan de comunicarse sin palabras, aceptando el destino de su estirpe.

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